Durante
décadas, los gobiernos de los países hermanos apoyaron la
reclamación permanente que la Argentina hacía por nuestra soberanía
en las Malvinas.
El 2 de abril de
1982, la dictadura encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri ocupó
las islas. Se trataba de una vieja aspiración nacional. No era de
extrañar que se llenara la Plaza donde la dictadura nos había
echado a palos y gases lacrimógenos dos días antes.
La guerra resultó
una gran frustración. Siempre sospechamos de las razones de los
déspotas que gobernaban. Por fin, terminó con la rendición, que
Galtieri anunció diciendo: “la batalla de Puerto Argentino ha
terminado.”
Cuando el canciller
Costa Méndez visitó La Habana durante la guerra, Fidel Castro la
definió como una guerra de liberación nacional, y agregó: “
(...) ninguna guerra de liberación nacional se pierde, siempre que
se esté dispuesto a pelearla.”
Es que la dictadura
se había lanzado sin saberlo a una guerra colonial. Las guerras
coloniales enfrentan a un imperio con una colonia o con un país
pequeño. El agresor busca una ganancia económica, apropiarse de un
punto geográfico estratégico, o una fácil conquista de prestigio.
Es una inversión en
dinero, en sangre, en materiales y armamento, cuyo costo no debe
superar el beneficio esperado. Por eso, los franceses fueron vencidos
por Rosas en 1840, y por eso los Estados Unidos abandonaron Vietnam
en la década de 1970. La resistencia de los pueblos terminó por
quebrar la voluntad de los imperios. La dictadura soñaba que Londres
se resignaría tras algunos cansados rugidos, y que los americanos
defenderían a quienes colaboraban en la guerra sucia
centroamericana.
La dictadura la
afrontó en inferioridad material. Pero además, era imposible que
uniformados formados en la “guerra sucia”, la patota, el
secuestro y la tortura emprendieran una guerra de liberación, que
exige contar con la adhesión popular. Y mal podían pedirla quienes
durante seis años habían martirizado al pueblo argentino.
Claro que hubo
aviadores cuyo heroísmo asombró a los enemigos, oficiales al frente
de sus tropas y soldados que, con más coraje y patriotismo que
pericia, superaron las limitaciones de instrucción, medios y
conductores incapaces.
El clarín de la
Patria sonó desafinado tocado por los lacayos del Imperio. Y la
ilusión de muchos se perdió en las compadradas inconsistentes o en
las bravatas de los medios afines que horas antes del fin
gritaban “¡estamos ganando!”
En
la guerra de liberación que la dictadura –sin ser conciente de
ello- emprendió en 1982, tuvimos la solidaridad del continente. Es
cierto que Pinochet, el chacal de Santiago, movido por disputas de
carroña con los que aquí mandaban, se salió del conjunto y ayudó
descaradamente al Imperio. Pero hubo otros chilenos, como los que en
el diario El Sur de Concepción que publicaron, en
abril de 2002: “Después de veinte años, no es fácil hacer un
retrato de la visión de los chilenos de entonces del conflicto.
El
comienzo fue visto casi como quien presencia una confrontación
deportiva. No me consta si hubo literalmente un titular así, pero
perfectamente pudo haberlo: ‘Primer round (o set, o tiempo):
Argentina 1, Reino Unido 0’. Y cuando finalmente zarpó la flota
británica hacia el Atlántico sur, la noticia se convirtió en un
juego de especulaciones y adivinanzas.
El
brusco despertar lo produjo el hundimiento del Belgrano. Ese día el
conflicto dejó de ser una especie de serie de televisión o uno de
los (entonces) novedosos juegos de computadores. De
pronto muchos chilenos nos dimos cuenta que la guerra era una dura
realidad, con muertos
de verdad y dolores no fingidos. La
mayoría de nosotros recuperó el sentido americanista que nos había
caracterizado por décadas y que la Junta Militar trató de
reemplazar en algún momento por el nacionalismo de mercado.”
En
los foros internacionales, nuestras repúblicas fueron siempre
solidarias. Sin embargo, la decisión del gobierno de Montevideo al
negar la autorización a la fragata HMS Gloucester destinada a la
protección de la colonia “Falkland”, que no pudo reabastecerse
en puertos uruguayos fue un gigantesco paso adelante.
Vamos
hacia la unidad, sin la cual la Argentina no tiene destino posible.
Seguiremos, como no, discutiendo por el régimen de los ríos
compartidos, por el fútbol, por la invasión de frangos
(pollos) baratos en nuestras góndolas, o de autopartes en los
talleres de países vecinos. Como lo hemos hecho y haremos hasta el
fin de los tiempos entre porteños y provincianos, entre tucumanos y
santiagueños, entre santafesinos y rosarinos.
Pero
si, como bien se ha dicho, pese a las rejas que el Gobierno de la
Ciudad Autónoma ha puesto a sus monumentos, Bolívar y San Martín
cabalgan de nuevo por el continente, hoy podemos afirmar que los
acompaña el hermano mayor de nuestro federalismo, José Gervasio
Artigas, afirmando como ayer: “Los pueblos de América del Sur
están íntimamente unidos por vínculos de naturaleza e intereses
recíprocos.”
Enrique
Manson*
Abril
de 2014