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San Martín, Rosas y Perón. Obra de Alfredo Bettanin (1972). Museo del Bicentenario |
Tiene que ver con un hecho histórico –el asesinato del primer mártir peronista en la noche del 17 de octubre de 1945- uno de sus dibujos más famosos.
Jorge Perrone, en la novela Se dice hombre, dará magnífica versión del episodio. Era Darwin Passaponti, “el muchacho que te encontrás en el barrio, el muchacho que habla lleno de gesticulaciones, que patea una pelota”, el joven al que “tumbaron a balazos frente a Crítica”. Esa vez, le dice el escritor a su interlocutor, “viste el hilillo de sangre que corrió brillante y rápido hasta el cordón de la vereda, para acabar desplomándose sobre el asfalto de la avenida. Y el cuerpo fresco quedar apretado entre la camisa manchada de rojo y el cuadriculado de la vereda”. Luego “notaste como abrió los brazos en el aire, como se enderezó todo, hasta la punta de los pies, y como la bala lo fue llenando, apretando, empujado hacia el suelo”, hasta que “alguien lo levantó en brazos, y su figura se dobló como las cuerdas rotas de una guitarra”.
Esa imagen, la última, es la que plasmó Bettanín. Un hombre entero, afirmado en sus piernas abiertas, con ensimismamiento perplejo pero a la vez mirando, desafiante, hacia el porvenir, es el que sostiene al muchacho quebrado.
Cuenta don Fermín Chávez en Alpargatas y libros, precursor de figuras del pensamiento nacional, que “Beta, artista plástico y director de teatro y de cine”, había nacido “en San Javier (Santa Fe) el 27 de septiembre de 1929”.
Se entreveró asimismo, desde muy joven, en las redacciones, por ejemplo en 1949 cuando un grupo de noveles escritores entre los que estaban Perrone, Chávez y Enrique Pavón Pereyra fundó el periódico Latitud 34, de no muy extensa pero si fecunda trayectoria.
Mucho después, en noviembre de 1969, Luis Soler Canas intentará en la revista Jauja un balance de la experiencia: “ese grupo juvenil vivía la hora del país, con intensidad, con hondura, agitadamente, vehementemente”. Destaca Soler, entonces, que “ese espíritu de discusión, tan hermoso, fue una de las prendas del grupo juvenil evocado. Se quería saber cómo era, cómo debía ser, qué diferenciaba al artista de otros -por así decir, y para usar los términos de esta época ulterior- productores, y de sus congéneres del viejo mundo. Entre el ardor de las frases y el humo de los cigarrillos, la discusión que se encendía en cualquier sótano proseguía en el diálogo callejero y se apagaba finalmente en la mesa de un bar”.
Otro hecho, quizá anecdótico, ejemplifica sobre el espíritu de esos muchachos aunque oficialistas, con todo lo que ello lleva de complejo en los años mozos, no vacilaban en discutir sobre la creación literaria y sobre sus exponentes más actuales: Latitud 34, una publicación de neto corte literario, era armada e impresa en los talleres de la Penitenciaria Nacional.
La variedad de actividades creativas simultáneas que llevaba a cabo, por otra parte, no le ahorraba complicaciones incluso familiares. Perrone es otra vez quien las relata recurriendo a su personaje: “Nimbetta -ancho de cara, los labios gruesos y sensuales, el pelo hacia atrás, una frente amplísima- llegó con las manos en los bolsillos, medio encorvado, andando ligero”. Era con su mujer con quien había tenido problemas: “empezamos a discutir delante de los chicos. Después te la sigo, le dije, ahora están los chicos, y me mandé a mudar -suspiró-. Al fin tiene razón, pobrecita. A la mañana en Emelco, a la tarde en el diario, a la noche en el teatro -se rió-. Los pibes, cuando entro, señalan: ¿Quién es ese?”.
Lugares y tareas, teñidas por el ritmo febril, también se entremezclaban: “Nimbetta se encorva aún más, hunde la cabeza y estira el brazo. Cambia un color, acentúa una línea. Se endereza. Su pequeña figura enfundada de negro queda en pie, sobre el decorado. La tela está desparramada sobre el piso y ocupa todo el sótano del diario”. No obstante era otro “el sótano donde Nimbetta trabajaba con su teatro experimental. Era un amplio sitio, que abarcaba el subsuelo de un teatro -ahora convertido en cinematógrafo- en las proximidades de Plaza Constitución. Allí se ensayaba todos los días -salvo muerte- desde las nueve de la noche a las primeras horas de la madrugada”.
Esa pasión desplegada fue, claro, la que le permitió poner en escena el Hamlet de William Shakespeare, el Gran Dios Brown de Eugene O’Neill y La putain respectueuse de Jean Paul Sartre. La misma pasión que ejerció en los cincuenta en el teatro Cervantes.
De 1958 es, en tanto, un magnífico dibujo del padre Leonardo Catellani, quien aparece retratado encendiendo su pipa y ataviado con la boina y el ancho cinturón de cuero con que se ceñía la sotana y que tanto disgustó, en su momento, a los jesuitas ortodoxos de la vestimenta. Esa imagen, impresa alguna vez como postal, la incluí en 1977 en mi libro Conversaciones con el padre Catellani. Era otra forma, aunque modesta, de no callarnos ante la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional.
Tres revistas que hicieron historia, aunque en épocas diferentes, lo tuvieron también como protagonista. Eran todavía los cincuenta por de pronto, cuando diagramó y dibujó con pocas tapas de la legendaria De Frente, la publicación del no menos mítico John William Cooke.
De los sesenta, en cambio, es la anécdota que cuenta Norma Osnajansky recordando a María Bedoian: “nos conocimos en 1968, cuando ella tenía 22 años y ambas trabajábamos en la revista Dinamis, editada por el Sindicato de Luz y Fuerza. No era una revista sindical; salía a la calle a competir en el mercado y allí las dos aprendíamos, todavía, a ser periodistas. Alfredo Bettanin se negaba a diagramar nuestras notas hasta tanto no se las entregáramos con títulos y copetes a medida: ˈ5 líneas de 40 espaciosˈ, ˈ10 por 33ˈ, ˈ2 por 17ˈ. El Tano nos azuzaba; “hamacate en éstas si algún día querés trabajar en un diario grande. ¿Acaso no querías ser periodista?”. Muchas de las notas de Arturo Jauretche -es válido el recuerdo- aparecieron en Dinamis antes de ser incorporadas en sus libros.
Personaje estelar por tercera década consecutiva, el 23 de noviembre de 1971, su dibujo de Juan Domingo Perón ilustró la tapa del primer número de Las Bases. El quincenario, pieza periodística importante en la recta final hacía el retorno, lo contó además como director de Arte, mientras su hijo Leonardo era uno de los redactores permanentes. La columna que en cada número escribía Perón fue acompañada además, sobre todo en los fascículos iniciales, por plumas como las de José María Castiñeira de Dios, Rodolfo Galimberti, Miguel Gazzera, Dardo Cabo, Leónidas Lamborghini, Luis Alberto Murray, Luis Soler Cañas y un Juan Sosa que escondía, en rigor, al historiador de la izquierda nacional Norberto Galazzo. El Humor de bases, que ocupaba la última página, era responsabilidad del plumín de un muy joven Caloi.
En 1974, con el peronismo otra vez en el gobierno, Bettanin “en el gran vestíbulo del Teatro General San Martín, realizó su primera exposición como pintor. Un Rosas magnífico -escribirá en Clarín Luis Soler Cañas- un Macedonio a la altura interior del metafísico de No todo es vigilia la de los ojos abiertos, estupendas visiones pictóricas de Jorge Luis Borges, de Raúl Scalabrini Ortiz, de John William Cooke, de Juan Domingo Perón, un sugestivo y personalísimo autorretrato y un panel en que quiso y logró, con alarde de síntesis entre pensamiento, arte y técnica, una visión de la auténtica historia argentina, tal como él la veía y la sentía, fueron algunas de las notas predominantes en esa muestra que nos dio la medida exacta de un Beta modernísimo, de vanguardia auténtica, que, más allá de su dominio preciso del oficio dibujístico y colorístico, requería del contemplador una actitud y una aptitud reflexiva ciertamente no superficial”.
El mismo Soler Cañas, visiblemente emocionado es también el que certificará en ese verano de 1975 que “nunca lo vi sereno al Tano Beta. Nunca, excepto la noche en que, como asistiendo a un sueño increíble, lo vi reposar en su ataúd. Parecía como si su cuerpo, ya pequeño de por sí, se hubiera empequeñecido más todavía. Su rostro estaba por fin blanco, sin rastros de color de su sangre generosa, durmiendo tal vez su primera noche definitivamente tranquila: la postrera, la que Dios reserva a todos. Esa noche que para él -tengo que decirlo aunque como cristiano acate los designios de mi creador- llegó muy pronto, demasiado pronto”.
Esa prontitud, sin embargo, le evitó sucesos espantosos. Guillermo, uno de sus hijos, fue desaparecido por la represión en mayo de 1976. Franco Salomone -en un libro de título equívoco aunque de datos importantes -cuenta a su vez lo que sucedería al año siguiente en el Barrio Gráfico de Rosario: “el 2 de enero de 1977, a las cinco y media de la tarde, la tragedia se abatió sobre sus vidas con la fuerza de un tornado. Un grupo de hombres armados y uniformados llegó hasta el domicilio de los Bettanin. En el jardín de la casa fusilaron frente a su madre al diputado Leonardo Bettanin”, muriendo también su hermana Cristina.
Es un hecho histórico, lo sé, la muerte de Darwin Passaponti narrada por Jorge Perrone y atrapada después por el arte del dibujante. Cada vez que miro esa obra, sin embargo, lo que aparece ante mis ojos es Alfredo Bettanin, un hombre entero, afirmado en sus piernas abiertas, con ensimismamiento perplejo pero a la vez mirando, desafiante, hacia el porvenir, sosteniendo en sus brazos el cuerpo quebrado de su hijo Leonardo.