jueves, 9 de abril de 2015

CORONEL, LE VAMOS A PEDIR LOS TRENCITOS


El 10 de junio de 1944, pocas horas después de que el coronel Juan Perón pronunciara la clase magistral con que inauguraba la Cátedra de Defensa Nacional en la Universidad de La Plata, culminaba la visita con una cena en el Jockey club platense. La anécdota, no por conocida es menos significativa: Raúl Scalabrini Ortiz le hizo llegar un mensaje escrito en la tarjeta de invitación porque “no tenía ningún papel a mano”: “Coronel le vamos a pedir los trencitos”

El tendido de líneas férreas, había sido la forma en que la Argentina de las carnes y los granos había superado el problema de las enormes distancias. La fe liberal de los gobiernos oligárquicos y la sociedad de esta misma oligarquía con el capital británico, habían puesto la impronta: las empresas tuvieron libertad para la fijación de precios y tarifas, al tiempo que monopolizaban el servicio. Esto permitió que el ferrocarril tuviera derecho de veto sobre el establecimiento o la supervivencia de actividades empresarias que pudieran competir con la importación de origen inglés. También obtuvieron garantía estatal de sus utilidades, lo que se manejaba con sencillas tretas contables, y la entrega de una importante cantidad de tierras a ambos lados de las vías, las que se valorizaban enormemente con el paso del tren, así como diversas exenciones impositivas.
La condición agroexportadora del modelo económico se tradujo en un trazado en forma de abanico, destinado a asegurar la comunicación del puerto de Buenos Aires con los distintos puntos del interior, para asegurar la salida de productos que interesaban al mercado externo, así como la entrada de las importaciones a los mercados interiores.
Sin embargo, como efecto no buscado, a lo largo de las vías nacieron infinidad de pueblos cuya supervivencia dependía del ferrocarril.
Cuando los años ’30 del siglo pasado trajeron el cuestionamiento de las certezas, Raúl Scalabrini Ortiz cargó sobre sus hombros la denuncia del sistema ferroviario en el esquema de la dependencia. En los años de posguerra, y ante la llegada de la política soberana del primer peronismo, afirmaba en su artículo Oportunidad de la nacionalización ferroviaria: “...La nacionalización de los ferrocarriles que aquí postulo implica no solamente la expropiación de los bienes de las empresas privadas y extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo, produciría un beneficio nacional indudable. Trocaría el propietario privado y extranjero por el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la ganancia como objetivo. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse integralmente al servicio de los requerimientos nacionales...”
El 1° de marzo de 1948, un Perón convaleciente de una operación de apendicitis invitaba desde su cama: “festejen que esto nos ha costado mucho.” El tren que había sido instrumento de dominación, pasaba a manos argentinas.
Pero llegaron otros tiempos. Con el mito de la superioridad del mercado sobre el Estado, y las falacias mediáticas de los periodistas independientes de los 60’, 70, y 80, se instaló el mito de la necesidad de privatizarlos. Recuerdo la espera en la estación suburbana de donde iba cotidianamente a mi trabajo, escuchando el coro de los pasajeros exigiendo la privatización. Y era cierto que cada día funcionaban peor. Sólo que pocos se daban cuenta de que los administraba el enemigo. Aquel que en fallido del ministro Dromi, afirmó alguna vez que Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”.
Y frente a la protesta sindical, sonó la voz tonante del falso émulo de Facundo “Ramal que para, ramal que cierra”. Y esta vez, excepcionalmente, cumplió. Y los ramales se cerraron y los que “debía ser estatal”, pasó a manos privadas, para funcionar tan mal como en los últimos tiempos del Estado y tener pérdidas superiores.
43 pueblos dejaron de recibir el tren aguatero, y fueron decenas de miles los ferroviarios previamente capacitados y ahora cesanteados, y los kilómetros de vías que, si no se desactivaron se dejaron caer en el abandono de mantenimiento.
Tendrían que llegar estos tiempos. Estos tiempos que no teníamos siquiera la ilusión de vivir, aunque no somos tan viejos. Porque ¿Cómo se podía soñar que en menos de cuarenta o cincuenta años saldríamos, de la manera que hemos salido, de la disolución nacional de 2001? Tendrían que llegar estos tiempos para que algún publicitario, lamentablemente más ingenioso que uno parafraseara el pedido de Scalabrini: “Cristina, le vamos a pedir los trencitos”.
Y los estamos teniendo.


Enrique Manson
9 de abril de 2015





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