El 10 de junio de 1944, pocas horas después de que el coronel Juan Perón pronunciara la clase magistral con que inauguraba la Cátedra de Defensa Nacional en la Universidad de La Plata, culminaba la visita con una cena en el Jockey club platense. La anécdota, no por conocida es menos significativa: Raúl Scalabrini Ortiz le hizo llegar un mensaje escrito en la tarjeta de invitación porque “no tenía ningún papel a mano”: “Coronel le vamos a pedir los trencitos”
El
tendido de líneas férreas, había sido la forma en que la Argentina
de las carnes y los granos había superado el problema de las enormes
distancias. La fe liberal de los gobiernos oligárquicos y la
sociedad de esta misma oligarquía con el capital británico, habían
puesto la impronta: las
empresas tuvieron libertad para la fijación de precios y tarifas, al
tiempo que monopolizaban el servicio. Esto permitió que el
ferrocarril tuviera derecho de veto sobre el establecimiento o la
supervivencia de actividades empresarias que pudieran competir con la
importación de origen inglés. También obtuvieron garantía estatal
de sus utilidades, lo que se manejaba con sencillas tretas contables,
y la entrega de una importante cantidad de tierras a ambos lados de
las vías, las que se valorizaban enormemente con el paso del tren,
así como diversas exenciones impositivas.
La
condición agroexportadora del modelo económico se tradujo en un
trazado en forma de abanico, destinado a asegurar la comunicación
del puerto de Buenos Aires con los distintos puntos del interior,
para asegurar la salida de productos que interesaban al mercado
externo, así como la entrada de las importaciones a los mercados
interiores.
Sin
embargo, como efecto no buscado, a lo largo de las vías nacieron
infinidad de pueblos cuya supervivencia dependía del ferrocarril.
Cuando
los años ’30 del siglo pasado trajeron el cuestionamiento de las
certezas, Raúl Scalabrini Ortiz cargó sobre sus hombros la denuncia
del sistema ferroviario en el esquema de la dependencia. En los años
de posguerra, y ante la llegada de la política soberana del primer
peronismo, afirmaba en su artículo Oportunidad
de la nacionalización ferroviaria: “...La
nacionalización de los ferrocarriles que aquí postulo implica no
solamente la expropiación de los bienes de las empresas privadas y
extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo, produciría un beneficio
nacional indudable. Trocaría el propietario privado y extranjero por
el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros
mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El
ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés.
Debe dejar de perseguir la ganancia como objetivo. Debe cambiar por
completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse
integralmente al servicio de los requerimientos nacionales...”
El
1° de marzo de 1948, un Perón convaleciente de una operación de
apendicitis invitaba desde su cama: “festejen que esto nos ha
costado mucho.” El tren que había sido instrumento de dominación,
pasaba a manos argentinas.
Pero
llegaron otros tiempos. Con el mito de la superioridad del mercado
sobre el Estado, y las falacias mediáticas de los periodistas
independientes de
los 60’, 70, y 80, se instaló el mito de la necesidad de
privatizarlos. Recuerdo la espera en la estación suburbana de donde
iba cotidianamente a mi trabajo, escuchando el coro de los pasajeros
exigiendo la privatización. Y era cierto que cada día funcionaban
peor. Sólo que pocos se daban cuenta de que los administraba el
enemigo. Aquel que en fallido del ministro Dromi, afirmó alguna vez
que “Nada
de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”.
Y frente a la
protesta sindical, sonó la voz tonante del falso émulo de Facundo
“Ramal que para, ramal que cierra”. Y esta vez, excepcionalmente,
cumplió. Y los ramales se cerraron y los que “debía ser estatal”,
pasó a manos privadas, para funcionar tan mal como en los últimos
tiempos del Estado y tener pérdidas superiores.
43 pueblos dejaron
de recibir el tren aguatero, y fueron decenas de miles los
ferroviarios previamente capacitados y ahora cesanteados, y los
kilómetros de vías que, si no se desactivaron se dejaron caer en el
abandono de mantenimiento.
Tendrían que llegar
estos tiempos. Estos tiempos que no teníamos siquiera la ilusión de
vivir, aunque no somos tan viejos. Porque ¿Cómo se podía soñar
que en menos de cuarenta o cincuenta años saldríamos, de la manera
que hemos salido, de la disolución nacional de 2001? Tendrían que
llegar estos tiempos para que algún publicitario, lamentablemente
más ingenioso que uno parafraseara el pedido de Scalabrini:
“Cristina, le vamos a pedir los trencitos”.
Y los estamos
teniendo.
Enrique
Manson
9
de abril de 2015