La finalidad de la Biblioteca JOSÉ MARÍA ROSA es estudiar, investigar y difundir la vida y la obra de HISTORIADOR y circunstancias destacadas de nuestra historia que no han recibido el reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico, acorde con las rigurosas exigencias del saber científico.
lunes, 29 de septiembre de 2014
EL GRAN LÍO CULTURAL
La oficina en que nos recibe Fabián D’Antonio, editor de más de 130 volúmenes del pensamiento nacional, está poblada de elementos que para algunos pueden resultar contradictorios. Sendas bibliotecas en paredes enfrentadas cumplen con este mandato. El mueble que D’Antonio ve desde su escritorio cada vez que alza la vista tiene, en cambio, algo de sede social de club deportivo. Son fotografías de canchas de fútbol las que lo muestran, con los cortos, en interesantes jugadas o posando para los reporteros gráficos. Trofeos y plaquetas completan la decoración aunque uno de ellos –la estatuilla del premio Arturo Jauretche otorgado por el profesorado homónimo de Merlo– nos vuelve al mundo de los libros. Esa mescolanza tiene olor a barrio. Ya Fabián D’Antonio, responsable de Ediciones Fabro, empieza hablando del suyo.
–Como fueron sus comienzos en el futbol?
–La primera imagen de mi niñez en La Paternal tiene que ver con la noche. Siempre me iba a dormir abrazado a la número cinco. Yo hice la primaria en el República de Honduras, un colegio de jornada completa que está ubicado en la calle Elcano, entre Ávalos y Balboa. Cada tarde, al regresar, lo primero que hacía era sacarme de encima los deberes para ir en busca de mis amigos que ya estaban peloteando frente al portón de la vieja fábrica de muñecas de 14 de Julio.
Precisamente donde terminaba esa calle, todos los sábados, con lluvia o sin lluvia, jugábamos el clásico del barrio. A nuestro “estadio” nosotros lo llamábamos El Fondo. En esa época era de tierra y estaba casi lindando con las vías del Urquiza. Nuestros adversarios, quizás menos románticos, le decían el potrero. La cancha de ellos quedaba cruzando las vías.
–¿De esos encuentros futboleros en La Paternal surgió algún Maradona?
–Sí, uno. Se llamaba Diego Armando y apareció en el verano de 1976. Era un morochito flaquito que venía desde Pompeya en el colectivo 44, se bajaba en Elcano y Del Campo, y pasaba obligadamente por nuestro portón y por nuestra canchita para llegar al Campo Deportivo Las Malvinas en donde se entrenaban las divisiones inferiores de Argentinos Juniors.
Un vez el Bocha, uno de mis amigos, le dijo algo que le molestó. Continuó imperturbable su marcha pero regresó, al rato, acompañado por otros jugadores. Parecía inevitable el irse a las manos cuando propuse un picadito como alternativa para zanjar el agravio. “En una hora, los esperamos en el club”, nos respondió el “agredido”. Nos dieron una paliza descomunal. Diego Armando Maradona y sus Cebollitas brindaron una clase inolvidable de fútbol y nos ganaron 14 a 0.
–¿Tuvo revancha?
–En 1982. Yo ya jugaba en Deportivo Armenio y nos entrenábamos en Agronomía, en el Club Comunicaciones. Diego vino a visitar a su amigo Elvio Paolorosso, que era nuestro preparador físico. Tras charlar largamente con él, ante nuestra sorpresa, se prendió en un picadito con nosotros. Era un regalo del cielo. ¡Madre mía! ¡Qué fenómeno!
–¿Y los libros, cuándo llegaron?
–No llegaron: estuvieron siempre en casa. Mi padre era un gran vendedor de libros, y con Roberto Vílchez, Lorenzo González y Alfredo Carballeda, en esas épocas del sesenta y del setenta, en que ya se estaba trajinando el regreso del general Perón, recorría el país difundiendo las obras de José María Rosa, Fermín Chávez y otros próceres del revisionismo histórico.
Aún hoy, cuando en algunas bibliotecas familiares veo la colección encuadernada de la Historia Argentina o cuando a ella se refieren militantes o escritores de las generaciones posteriores, no puedo dejar de pensar en mi viejo: fue Alberto D’Antonio el que les vendió algunos de esos textos en que se formaron.
–¿Es entonces cuando se engancha con esa vocación?
–En marzo de 1975 yo participé, con mis nueve años, en la primera Feria del Libro, la que se realizó cerquita de la Facultad de Derecho. Acompañaba a mi padre como oyente, era un mundo que me apasionaba. Participé de varias charlas, entre ellas escuché a dos grandes maestros, Pepe Rosa y Fermín Chávez. Pero vino el golpe del 24 de marzo y la fiesta se transformó en tragedia. Los libros, los autores y los lectores pasaron a ser sospechosos y difundir esos autores pasó a ser un riesgo.
–Lo recuerdo. En 1976 yo también me gané la vida vendiendo el primer tomo de la biografía de Perón que había hecho Fermín. Más de una vez se dio el caso, entre los clientes, de que el miedo prevaleciera sobre el entusiasmo. No se atrevían a comprarlo porque era comprometedor tenerlo en la biblioteca. Y las bibliotecas podían ser requisadas..
–Sería por eso que mi padre empezó a esquivar el tema. Era su prudencia la que quería resguardar mi adolescencia. De todos modos, ya cuatro o cinco años después, cuando él era responsable del stand de Oriente, en una de las esquinas nos encomendó la venta de clásicos de la literatura. Con Gustavo, el hijo del dueño de la editorial, nos divertíamos mucho. Sobre todo mirando a las promotoras. Aunque nunca dejó de gustarme el fútbol.
–¿Volvió, entonces, a la cancha?
–Nunca me había ido del todo. Lo que sí hice fue iniciar mi carrera como futbolista profesional. En nuestro país jugué en Deportivo Armenio y en Platense. Llegó después el momento de Italia. Allí jugué en el Battipagliesse, en el Gallaratesse y en el Sanmacarese. Fueron años hermosos y duros. El frío europeo es uno de los recuerdos de esa época. Pero también la alegría de vivir haciendo lo que más me gustaba. Y tampoco me estaba alejando del mundo de los libros. No se olvide que Albert Camus solía recordar que buena parte de lo que sabía de moral lo había aprendido dentro de una cancha de fútbol.
–No me olvido. Los arqueros no nos olvidamos nunca de nuestro colega del Racing de Argel. ¿Hasta cuándo duró su “curso” de moral?
–Fueron doce años transpirando la camiseta en Italia. La vuelta a la Argentina estuvo acompañada por la posibilidad de trabajar en una empresa italiana que comercializaba una línea de alta gama de porteros visores y teclas de luz. Eran los primeros meses de 2001. Buena parte de ese año lo dediqué a los preparativos del lanzamiento del producto, pero ante la gravedad de la crisis los empresarios decidieron retornar a Italia. Me quedé sin trabajo, recién divorciado y sin los dólares que había juntado en Europa jugando al fútbol: el “corralito” se quedó con ellos. Ni Domingo Cavallo ni los banqueros habían jugado al fútbol. Tampoco eran lectores de Camus. Era lógico que no supieran de moral.
–¿Fue ése, según parece, el momento del retorno a la tradición librera de los D’Antonio?
–Roberto Vílchez, el compañero de mi padre en Oriente, venía pensando en la posibilidad de una editorial. Me lo comentó y el proyecto me gustó. Vílchez tenía en su memoria los años maravillosos del revisionismo histórico, aquellos en que Perón estaba en España pero preparando su regreso. Los trabajadores habían descubierto a Rosas y los dirigentes sindicales compartían esa revisión histórica que significaba también un apoyo al peronismo. Desde Vandor hasta Ongaro, desde la UOM hasta la CGT de los Argentinos, había un camino que tenía puntos en común. Los jóvenes de la clase media también se habían acercado a lo nacional. Los libros de Rosa, Chávez, Ramos, Cooke, Murray, Castellani, Palacio y Hernández Arregui, del cual ahora se cumplen 40 años de su muerte, eran pues, en ese contexto, requeridos como producto cultural de primera necesidad. Ni hablar de Jauretche y Scalabrini Ortiz, best sellers reiterados del momento. O los nuevos, como Galasso. Ese recuerdo entusiasmó a Vílchez.
–¿Y a usted?
–Yo, por boca de mi padre, tenía el mismo recuerdo. Y también las ganas de participar desde lo editorial en la batalla cultural que debería librarse frente al neoliberalismo que venía destruyendo a la Argentina y empobreciendo a sus habitantes.
–¿Qué editores de antaño lo inspiraban?
–Arturo Peña Lillo había sido el que supo aglutinar en su catálogo a los grandes maestros. Y supo convertir su mítico local de la calle Hipólito Yrigoyen también en lugar de reunión y de debate. Hasta el café cercano a su librería, por ejemplo, se acercó Eduardo Luis Duhalde, el compañero Rodolfo Ortega Peña, para despedirse antes de iniciar el camino del exilio. En don Arturo pensaba, por supuesto. Pero por mi forma de ser me atrapaba la biografía de Manuel Gleizer. El contacto con los escritores, el cuidado de la edición, la recorrida por las librerías. Claro, son otras épocas. Pero en editoriales incipientes como la nuestra ese método no puede ser dejado de lado totalmente. A mí me sigue entusiasmando.
–¿Cuál fue el primer libro que editaron?
–Fueron dos. Y ambos de Fermín Chávez. El Diccionario histórico argentino yReseña de acontecimientos históricos 1553-2003. La elección fue natural. Amigo de mi padre y de Vílchez desde la época de Oriente, fuimos en búsqueda de su consejo. Nos volvimos con un proyecto que bajo su dirección demandó años de investigación. Empezamos en diciembre de 2002 y en mayo del 2005 los presentamos. Las épocas, allí lo aprendimos, no eran las mismas. Sin embargo se agotó. Optamos, entonces, salvo excepciones, por abocarnos después a textos con formatos más tradicionales y económicos. Ya superamos los 130 títulos. Todos de autores del pensamiento nacional.
–¿Le puedo pedir nombres?
–Sí, por supuesto. Los nombres valen y deben ser dichos en voz alta porque son los escritores una de las piezas fundamentales de la editorial. Si tenemos en cuenta, además las dificultades, los requerimientos económicos y el relegamiento en los grandes medios, nos atreveríamos a afirmar que son “héroes”. Pero cabe aquí la lección imperecedera de Héctor Oesterheld: “El único héroe que vale es el héroe en grupo”
–Algunos de esos “héroes”, y en su caso podríamos sacar las comillas, es Claudio Díaz. Más de uno de sus libros, además, forman parte de la lista de clásicos del pensamiento nacional.
–Futbolero, laburador, humilde, triunfador con sus Martín Fierro en el periodismo profesional, caminador de la senda de Jauretche en el periodismo militante, su Historia del movimiento obrero argentino es una síntesis inigualable. Claudio pagó con ese libro una deuda que los escritores nacionales tenían con los trabajadores. Supo sintetizar esas luchas con mesura y rigor informativo abarcando incluso la primera década del siglo XXI. Se nos fue demasiado rápido al “comando celestial”. Pero se quedó para siempre con su pueblo que lo despidió en Morón, como correspondía, atronando las galerías del cementerio con la marcha peronista.
–¿Jaime Dávalos? ¿Es exagerado decir que fue el Martín Güemes de la poesía salteña?
–Fue su hija, Julia Elena, la que nos permitió encarar la obra completa de su padre. Es uno de los mayores orgullos de la editorial Fabro haber podido rescatar y difundir esa obra fundamental que incluye también a muchas de esas canciones que supieron entusiasmar con el folklore a los jóvenes del sesenta, dando vigor a una corriente que, con matices, sigue en la actualidad congregando multitudes.
–Pasemos a los “héroes en grupo”, es decir, a los temas.
–La versión revisionista de la historia argentina nutre nuestros textos en la materia. Haber podido editar a José María Rosa, padre del revisionismo histórico popular, es una de nuestras mayores alegrías. De él editamos El cóndor ciego y las Conversaciones... que mantuvo con usted y que en 1978 publicó Colihue.
–Le recuerdo que estoy aquí como periodista, sólo para preguntar.
–Me parece bien, pero yo le recuerdo que estoy aquí como entrevistado, y no puedo eludir una referencia a Conversaciones con José María Rosa. Las respuestas del viejo maestro son apasionantes. También nos ocupamos, en varios libros, de don Juan Manuel de Rosas. De las mentiras y verdades sobre su gobierno, de su relación con los indios o del exilio del Restaurador, vacío que llenó Beatriz Doallo con su libro. De la Vuelta de Obligado publicamos una versión en historieta de José Massaroli, discípulo de Oesterheld y de Solano López.
–Rosas, sin Perón, no es revisionismo. Rosas, sin Perón, es gorilismo. ¿Comparte ese concepto?
–Desde luego que lo comparto. Por eso hemos reeditado libros de Perón y Evita, los cuales son los más vendidos. En esa intención, por otra parte, reeditamos a Scalabrini Ortiz, a nuevos autores como Pablo Vázquez con sus ensayos sobre Jauretche y sobre Evita, yendo al rescate de los deportistas peronistas perseguidos luego de 1956 con los libros sobre la tenista Mary Terán de Weiss y sobre los hermanos Galimi, ambos campeones de esgrima, o dando a conocer los textos de Alberto González Arzac, discípulo de Sampay.
Me gustaría, sin embargo, dejar en claro la pluralidad que nutre a la editorial. Plumas clásicas y consagradas se encolumnan junto a jóvenes autores. Destacamos el libro sobre el exilio argentino en Italia, prologado por Juan Gelman, y el de Tatiana Sfiligoy, primera nieta recuperada, sin olvidar, claro, a las víctimas de otras dictaduras. Daniel Brión, hijo de uno de los fusilados en José León Suárez, escribió sobre el terror instaurado por Aramburu y Rojas. De Pedro Bevilaqcua es, en tanto, la más profunda investigación sobre los bombardeos a la Plaza de Mayo en junio de 1955.
–¿Y Malvinas? Hemos notado que en el catálogo figuran varios títulos de esa temática.
–Malvinas es un tema argentino desde siempre y, en tal sentido, nuestro rescate también es desde siempre. En Las JP incluimos por ejemplo, una pequeña biografía de Dardo Cabo y de María Cristina Verrier, dos héroes de la Operación Cóndor de 1966. En un libro de Carlos Velazco, ese escritor al cual Leopoldo Marechal se dirige en la Autopsia de Creso, se encuentran, en cambio, los pormenores de la relación de Cristina con Dardo a partir de la nota en que ella lo entrevista para Panorama. El tema de la guerra de 1982, por supuesto, también está presente. Uno de esos veteranos, Jorge Reyes, cuenta sus experiencias en la isla. También escriben otros autores en Malvinización y desmentirización, entre ellos uno de los tenientes rebeldes de Perón, José Luis Fernández Valoni. O el veterano de guerra Miguel Ángel Trinidad. Luis Alberto Azurey, en tanto, relata sus vivencias cuando se inauguró el cenotafio de los soldados argentinos. Otro veterano, César González Trejo, lo prologa y Daniel Santoro ilustró la tapa. Tras su manto de neblinas, de Enrique Manson, historia el conflicto.
–No le escatiman, por lo que veo, a ningún tema.
–Y nos queda, todavía, lugar y ganas para la fiesta. El tango, el folklore y el rock nacional tienen su espacio en nuestros anaqueles. Allí Jaime Dávalos se codea con Homero Manzi, Mario Cabrera con Nelly Omar, Miguel Albrecht con Luis Alberto Spinetta.
–Las editoriales, al menos en buena medida, suelen buscar sus públicos entre las capas medias de la sociedad. Fabro, por lo que vemos, si bien no descuida a ese sector, se interesa especialmente por los trabajadores incluso con ediciones dirigidas directamente al mundo sindical. ¿Cuál es la motivación que nutre esa política?
–El movimiento obrero organizado es la columna vertebral del peronismo y, en algún grado, también es la columna vertebral de la editorial. Ya es tradición en la Feria del Libro que los trabajadores se concentren en nuestro stand. Corresponde nombrarlos: la Unión Obrera Metalúrgica, especialmente la de Capital Federal y la de La Matanza, el Smata nacional y el de Mar del Plata. El gremio de la Madera de Capital Federal, Sadop, Suetra (Tabaco), Sutaca (Automóvil Club Argentino), Fempinra (Guincheros), Plásticos, UPCN, Textiles, ADEF (Farmacia), Unión Ferroviaria, la Obra Social de los ladrilleros, La Fraternidad, Televisión. Hace unos años también lo hicieron Camioneros y la 62 Organizaciones de la Capital Federal, en fin, una larga lista.
–D’Antonio, usted jugó al fútbol en Italia. ¿También editó allá?
–Todavía no, pero hemos firmado convenios con alguna editorial para difundir textos que nosotros editamos en Argentina. Es imprescindible nombrar el libro Quebrantos. Historias del exilio argentino en Italia, que allá editó Nova Delphi. También presentamos, con la presencia de su autora, En el nombre de sus sueños. 12 historias de vida de hijos de desaparecidos. También fuimos a Costa d’Oneglia, pueblo de la provincia de Imperia, lugar originario del padre de Manuel Belgrano. Allí todos los años se realiza una fiesta en la cual casi cinco mil personas se reúnen en un pueblo en el que normalmente habitan trescientas, para recordarlo. Allí estuvimos y presentamos Manuel Belgrano. Líder, ideólogo y combatiente de la revolución, un libro acompañado por un disco compacto de Mario Cabrera sobre la Batalla de Tucumán. Muchos de nuestros títulos, además, están en sendas librerías de Piazza Navona, en Roma e Isola libri, en Milán, ambas dedicadas a los lectores de habla castellana.
–Y ya que estamos por Italia, veo que en su escritorio tiene un lugar de privilegio su foto con el papa Francisco.
–El privilegio espiritual fue poder participar, en abril de este año, en una de las misas privadas que oficia en el Vaticano. Fue cuando le entregamos la reedición de un libro casi centenario que nos supo acercar don Osvaldo Guglielmino, laHistoria de Nuestra Señora de Luján. Conmovido por el encuentro pensé que más que nunca teníamos que trabajar en nuestras cosas. Recordé también sus palabras a los jóvenes en Río de Janeiro: “Hagan lío”. Por eso decidí invitar a otros compañeros para que me acompañen a hacer, juntos, un gran lío cultural. Y así, El Gran Lío, decidimos llamar a nuestro centro cultural. Lo vamos a inaugurar en octubre y habrá allí presentaciones de libros, teatro, cine debate, reportajes públicos, exposiciones de fotografía y pintura y talleres: clases de tango, de folklore, violín, gimnasia, jazz, yoga, Pilates de piso, encuadernación artesanal, fotografía. Bien mezclado todo. Bien de pueblo. Con nivel y sin prejuicios. Lejos de lo culturoso y cerca de la cultura popular. Y por supuesto mucha canción popular, mucha percusión, mucho bombo. Jauretche nos enseñó que nada se puede construir sin alegría.
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