Entrevista a Enrique Manson.
Enrique Manson es profesor de Historia, y ha trabajado como docente y director en escuelas secundarias, en formación docente y en educación de adultos.
Fue funcionario de Educación en la Provincia de Buenos Aires y en el ministerio nacional, y profesor de varias universidades. Paralelamente, militó en el PJ, e integró la Comisión Organizadora del Primer Congreso Nacional de Cultura y Educación del Justicialismo, realizado en Buenos Aires en 1983.
Ha publicado Argentina en el mundo del siglo XX, y con Fermín Chávez, Juan Carlos Cantoni y Jorge Sulé, los tomos 14 a 21 de la clásica Historia Argentina de José María Rosa. Es autor de biografías de José María Rosa y de Fermín Chávez, y en abril de 2010 presentó Proceso a los argentinos (1976/1981), dentro de la colección Entre Dos Helicópteros (1976/2001), a la cual pertenece Tras su manto de neblinas (1981/1982). En 2013 editó Te la hago corta. Historia Argentina para leer en el colectivo, en el subte...
Conferencista y responsable de programas de radio y televisión, recibió el premio Arturo Jauretche, por labor educativa, en 1977. Es miembro titular y vocal de la Comisión Directiva del Instituto Nacional e Iberoamericano de Revisionismo Histórico “Manuel Dorrego”. En este ámbito es responsable de la Biblioteca y Centro Documental José María Rosa y de la Cátedra Libre José María Rosa de Historia Nacional.
–¿Cómo se produjo su identificación con el revisionismo histórico?
–Llegué a la Historia por la política. Me interesa el pasado como origen del presente y proyección hacia el futuro. Buscaba en el pasado los orígenes de mis propios tiempos. Por eso no era ni soy objetivo, porque esa búsqueda no garantiza objetividad. No nos es indiferente ese pasado que nos afecta y al que indagamos desde nuestra subjetividad. Esto no significa falsear intencionalmente los resultados de la búsqueda. Engañar con la Historia sería caer en un autoengaño.
Mi identificación con el revisionismo no fue casual. Tampoco el resultado de una tarea de investigación científica en estado puro. Me crié en un ambiente politizado. Mi padre adhería al revisionismo histórico y a la militancia nacionalista. La familia de mi madre tenía profundas raíces en el radicalismo yrigoyenista, el peludismo, como lo llamaban con orgullo. Antes de mi nacimiento participaron de las actividades de Forja, y eran lectores de las publicaciones del Instituto Juan Manuel de Rosas.
–¿Conoció a los maestros del revisionismo?
–Tuve ese privilegio. Especialmente con José María Rosa y Fermín Chávez. También conocí, aunque circunstancialmente, a Jorge Abelardo Ramos, del que se cumplieron hace poco 20 años de su fallecimiento, que fue el 2 de octubre de 1994, y al cual le rendiste como hijo y discipulo un merecido homenaje en la presentación del libro, editado por Víctor Santamaría como secretario de Cultura de la CGT, con sus mejores polémicas el viernes pasado en el hotel Bauen.
Volviendo al Pepe, supe de su existencia a los 11 o 12 años. En mi casa era Pepe, aunque no tenían trato personal con él. No era muy conocido. En cierto modo, los rosistas –y los nacionalistas– eran algo parecido a una secta, aun dentro del peronismo. Pero para los míos, Rosa era como de la familia. En ese tiempo leí Nos los representantes, donde descubrí que un libro de Historia podía ser tan apasionante como las novelas de aventuras que leía habitualmente. Siempre que surgieran de la pluma de un Pepe Rosa.
En 1956 o 1957 empecé a leer en la revista Mayoría a Pepe, que publicaba desde el exilio adelantos de su obra maestra: La caída de Rosas. La misma revista publicó más adelante La verdadera historia de la Guerra del Paraguay, origen de otro de sus libros. En 1959 lo conocí personalmente en un curso de Historia Argentina en el Instituto Rosas. Escucharlo era como una ceremonia religiosa. Yo tenía un profesor de Instrucción Cívica muy conservador, antirrosista y democrático a la curiosa manera de esos años. Su amplitud liberal lo llevó a decirnos que estaba dispuesto a respetar el pensamiento de cualquiera. Hasta de quien fuera comunista. Tras una pausa, como si estuviera por pronunciar una palabrota, agregó: “O peronista”. Era lo usual, en esos tiempos. Mucho más doloroso me resultó que pusiera en duda la honestidad intelectual de mis ídolos. “Yo soy amigo –nos dijo– de Pepe Rosa. Se muestra rosista por esnobismo.” Si hubiera dicho que era ladrón y asesino me hubiera ofendido menos. Naturalmente, no le creí. Y seguí asistiendo a la misa que el maestro celebraba.
–¿Usted colaboró con la obra de José María Rosa?
–El grupo político que integrábamos en los ’70 tenía excelentes relaciones con Alfredo Carballeda, gerente de
Editorial Oriente. Alfredo, que confiaba más que nosotros en nuestro saber histórico, nos había propuesto redactar una adaptación de la Historia Argentina de José María Rosa para el secundario. Como estábamos absorbidos por la vorágine política, no le hicimos caso. Luego del 24 de marzo, nos volvió a llamar. La mayoría de nosotros estaba sin trabajo, y naturalmente esta vez recibimos el ofrecimiento con los brazos abiertos. Así aportamos materiales para los tomos 9 y 10 de la Historia.
Pepe no había sido consultado por la editorial, por lo que no era la mejor manera de iniciar una relación. Sin embargo, nos invitó a visitarlo en su casa de la calle Maipú, donde nos hizo sentir muy bien. Escuchamos infinidad de anécdotas, que repetíamos en todas partes con el orgullo de que nos las había contado el maestro. Por fin, corrigió nuestros textos y los dos tomos se publicaron. Ahí se inició una relación amistosa que nos honraría y nos alegraría hasta los últimos días de su vida.
–¿Conoció a hombres de Forja?
–Por mis ancestros peludistas “conocía” de palabra a Jauretche y Scalabrini y me formé en su devoción. Con el autor de Política Británica inicié una costumbre que puede suponerse necrológica: acompañé a mis padres a la Recoleta para su entierro. En mayo de 1974 estuve en el de Jauretche. Dos meses después estuve en la Plaza de los Dos Congresos para el velorio de Perón (había visto desde un piso alto de Avenida de Mayo el cortejo de Evita), y no falté al regreso de Juan Manuel y al entierro de Pepe Rosa. Y algo tuve que ver en la despedida –en Buenos Aires y en El Pueblito– de Fermín.
Con Don Arturo estuve una sola vez, que duró horas y que me empachó de Jauretche, en noviembre de 1972. Siempre recordaré que me dijo que Perón “desconfía de mí porque supone que soy ambicioso. Y ¿qué puedo ambicionar? ¿Ser presidente? No tengo las fuerzas que hacen falta. ¿Ser ministro o senador?: con ser Jauretche, soy más que eso”. Y no exageraba. Conocí a Darío Alessandro, ex juventud forjista, que seguía definiéndose como juventud peronista en 1983. Y que un año antes nos había convocado a treinta o cuarenta locos a reponer el nombre de Scalabrini Ortiz en la esquina de Canning y Santa Fe, durante la guerra del Atlántico Sur.
–¿Tuvo militancia gremial?
–Durante la dictadura de Onganía integré la conducción del sindicato de la Dirección Impositiva. Tras el golpe yo no estaba en el gremio cuando se llevaron presos a mis compañeros secretario general, adjunto y administrativo. Yo era vocal y no me buscaron en mi casa.
Integré la Asamblea constitutiva de Cetera en septiembre de 1973. Mi representatividad era más que cuestionable, pero podemos decir que eso pasaba con la mitad de los asistentes. El gremio nacional docente, que más adelante se acercaría al movimiento nacional, nació dos semanas antes de que Perón ganara su tercera presidencia. Y –¡oh curiosidad!– realizó la primera huelga nacional contra su gobierno. Huelga que se diluyó después de la convocatoria del 12 de junio a la Plaza.
La alianza liberal-PC que lo promovía, proponía que el nuevo gremio adhiriera “en el momento oportuno” a la entidad general de trabajadores (sólo existía la CGT) que “considerara conveniente”. El segundo bloque –izquierdas varias, más o menos revolucionarias– corrigió la propuesta: “Cuando pareciera oportuno… a la CGT”. Me tocó proponer, por la minoría de las minorías, la adhesión inmediata a la CGT. Desarrollé una importante fundamentación, pero nunca en mi vida sentí físicamente tanta presión. No había amenazas –aunque corrían tiempos de violencia superlativa–, pero tal peso tenía la casi totalidad de los delegados que me aconsejaban retirar la moción que llegué a dudar si no estaría loco. Pero me mantuve en mis trece. Naturalmente, perdí, número más, número menos, 500 a 16.
Me desplomé en mi butaca. La misión –aunque derrotada– estaba cumplida. Me llené de orgullo cuando se me acercó una joven periodista para felicitarme. Juro que compré los tres números siguientes de Voz Proletaria, pero la Cuarta Internacional Posadista no dedicó una línea a mi brillante exposición.
–¿Cómo lo conoció a Fermín Chávez?
–Lo conocí el 20 de noviembre de 1973, cuando pronunció una conferencia a la que lo habíamos invitado sin que nos conociera y a la que asistió con su generosidad de siempre. Fui amigo del último Fermín, del Fermín viejo. Después de ese primer encuentro, lo vi poco. Sería en plena tiranía criminal cuando empecé a participar de una actividad político-intelectual ferminiana: el periódico semiclandestino Pueblo Entero.
Hecho a mimeógrafo y en condiciones precarias tanto para la confección como para la distribución, no le faltaba jerarquía en el nivel de sus plumas. Guglielmino, Ponferrada, Castiñeira de Dios, el mismo Chávez toleraban con generosidad la presencia de quienes nos atrevíamos, casi sin antecedentes, a publicar algún artículo. Eso sí, a la hora de la distribución éramos los jóvenes los que colaborábamos directamente con Fermín haciéndolo llegar, a mano, a los barrios más recónditos y en un clima de conspiración tal vez exagerado. Aunque es cierto que después de publicado el primer número, los compañeros Azerrat y Cantoni fueron expulsados del sistema educativo –se les prohibió el ejercicio de la docencia–, lo que era para pensar que en algo molestábamos. Luego de 1983 lo traté más seguido.
–¿Entonces usted no puede considerarse discípulo de Fermín?
–No tuve por Fermín la admiración casi estudiantil que tenía por Pepe Rosa. La relación fue, guardando las distancias de su profundo conocimiento, más horizontal. Una de las primeras diferencias las tuve cuando Alfonsín convocó al plebiscito para aprobar el acuerdo por el canal Beagle. Yo pensaba en ese momento que había que oponerse. Pepe y Fermín opinaban que había que firmar “¡ya mismo!” Rosa, además, había publicado un breve opúsculo de defensa del acuerdo.
Por esos días lo visité, con poco sentido de la oportunidad, para invitarlo a una actividad que no tenía nada que ver con el plebiscito. Pese a que yo no quería tocar el tema, era imposible que la conversación no derivara hacia la cuestión del momento. Cuando entramos en el tema inexorable, tuve la pretensión de discutir. Era imposible. No había equivalencias deportivas entre los interlocutores, y pese a que don Pepe generalmente me escuchaba con atención, no estaba dispuesto a hacerlo en este caso. Para él, la cuestión estaba artificialmente agitada por los militares a quienes había llegado a detestar en los años del proceso y no habría argumentos que lo hicieran dudar. Con más razón cuando yo no tenía el mejor ánimo para discutir con él, y cuando contaba con el recurso de su sordera para no oír lo que no quería.
Después de un largo rato, pudimos salir del tema. Sobre el final de la visita, le hice un pedido. A pesar de que tenía en mi biblioteca todos sus libros, en ninguno de ellos tenía una dedicatoria personal. Tal vez la conciencia de sus muchos años y de que poco faltaba para que nos dejara definitivamente me llevó a señalárselo y a decirle hasta qué punto lo consideraba mi maestro. La dedicatoria no pudo ser más emotiva: “Al amigo Enrique Manson, que se considera mi alumno, y me honra con serlo”. Claro que el título del libro en que la escribió era El problema del Beagle.
–¿Cómo se inició la continuación de la Historia Argentina, luego de la muerte de José María Rosa?
–A principios de los ’90, Fermín estaba indignado con la traición de Carlos Menem al peronismo. Sólo su sentido del humor lo compensaba en parte, como cuando creó la Agrupación Peronista Juan de Austria, porque este príncipe español había peleado contra los turcos en Lepanto. Además, Tona, su primera mujer, se había muerto tras una agonía dolorosa y prolongada. En ese momento Editorial Oriente lo convocó para continuar la Historia Argentina de José María Rosa. Pepe se había muerto el 2 de julio de 1991 y su obra había quedado en el momento del triunfo de Perón. ¿Quién mejor que Fermín para continuarla? Sin embargo, no se sentía con fuerzas para hacerse cargo de la tarea, y propuso buscar un grupo de colaboradores. Resultamos Jorge Sulé, Juan Carlos Cantoni y yo.
El día de la firma del contrato, lo festejamos con un asado en una parrilla de la zona. Una vez más, Perón –ahora desde la Historia– nos daba de comer. El trabajo fue arduo y prolongado. No fue exactamente una tarea de equipo, y comprobamos que, como pasaba con Rosa, Fermín estaba acostumbrado a trabajar sólo. Por eso, nos repartimos los temas y no fueron las reuniones de trabajo y de puesta en común las más frecuentes.
Tuve a mi cargo el período de la Libertadura y el gobierno de Frondizi. Más adelante trabajé sobre todo en el período más reciente, desde el retorno de Perón hasta la caída de Isabel en 1976. El proyecto había sido escribir tres nuevos tomos, pero sobre la marcha, la editorial consideró más conveniente que fueran cuatro.
–¿Aquí terminó la obra?
–Sin que hubiese ningún compromiso formal quedó la idea de continuar con los períodos que siguieron. Yo le había tomado el gusto y decidí no abandonar. Sin embargo, el entusiasmo de la editorial fue adormeciéndose. Fue al comenzar el siglo cuando renació el interés de Oriente. Afortunadamente, tenía bastante material elaborado. Para esta etapa, la editorial quería que nos hiciéramos cargo solamente Fermín y yo, lo que en realidad era dejarme casi toda la tarea porque Fermín estaba bastante viejito y desganado. Por eso su participación se limitó a una serie de textos ya escritos y publicados, de gran interés sin duda, que se intercalaron en la crónica.
Me pareció de utilidad para meterme en un tema tan reciente, la elaboración de estudios introductorios sobre el marco internacional de fines del siglo XX, la realidad y la distorsión de conceptos como nacionalismo, fascismo, militarismo en la historia argentina, la economía y sociedad posterior a 1955 y la aparición de la juventud como protagonista del período de guerra social que caracterizó a la Argentina de esos años. A medida que avanzaba en el desarrollo, este último tema se fue comiendo la mayor parte del primer tomo. En los tomos siguientes -que nuevamente iban a ser tres y terminaron siendo cuatro (18 a 21), desarrollé los tiempos de la tiranía criminal, la guerra del Atlántico Sur y una visión esquemática de la etapa constitucional hasta 2001.
–¿Cómo fue su trabajo en la cátedra universitaria con Chávez?
–La facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora convocó a Fermín Chávez para dictar una cátedra de Historia Argentina. Era un intento de romper la monolítica estructura de la historia oficial. Poner a Fermín al frente de una cátedra era una jugada audaz. No tenía título universitario y a los ojos de alguno de los académicos seguidores de Halperin o Romero era más un folklorista que un historiador, como se llegó a decir en una cátedra de la UBA.
Logramos armar una cátedra de excelencia en lo académico y de muy ajustado funcionamiento en lo organizativo, con un buen equipo de ayudantes y jefes de trabajos prácticos que complementaban las clases teóricas a cargo de Juan Carlos Cantoni y yo. Fermín, el historiador no académico, desarrollaba una clase magistral mensual, con asistencia libre para estudiantes de las distintas carreras de la facultad y para interesados diversos. De esta experiencia surgió mi libro Argentina en el Mundo del Siglo XX.
–¿Es verdad que acompañó a Fermín hasta después de muerto?
–A Fermín lo mató la muerte de su hijo Ricardo. Desde ese terrible accidente empezó su cuenta regresiva. Por entonces solíamos almorzar con él y algunos compañeros en un boliche a dos cuadras de su casa. Un fin de semana se descompuso y, según lo que nos decían los médicos, se dejó morir.
Lo velamos en el salón Juan Perón, ¿dónde, si no?, de la Legislatura porteña. Un tiempo después pudimos llevarlo a su Pueblito natal. El último día demostró como despedida su espíritu matrero. Por un malentendido con el chofer del furgón que llevaba su ataúd, estuvo desaparecido un par de horas en Nogoyá. Ya recuperado, pudimos enterrarlo junto a su capilla de Nuestra señora del Rosario, donde, como dijo un criollo de poncho blanco: “Ahora podrá siestear a la sombra de una tipa.”
–¿Cuáles son sus actividades actuales?
–Ya jubilado de la actividad docente regular hace unos años, estoy dedicado a la divulgación de la versión nacional y popular de nuestra historia, en buena medida desde el Instituto Nacional Manuel Dorrego. Si digo que hace unos años acepto ser llamado historiador es porque estoy desarrollando una producción intelectual que en otros tiempos no podía. Esta se centra en mis trabajos de investigación y publicaciones sobre la Argentina reciente y en el Centro Documental José María Rosa del Dorrego, donde procuramos el rescate y la difusión de la obra de nuestros maestros del revisionismo.
Fue funcionario de Educación en la Provincia de Buenos Aires y en el ministerio nacional, y profesor de varias universidades. Paralelamente, militó en el PJ, e integró la Comisión Organizadora del Primer Congreso Nacional de Cultura y Educación del Justicialismo, realizado en Buenos Aires en 1983.
Ha publicado Argentina en el mundo del siglo XX, y con Fermín Chávez, Juan Carlos Cantoni y Jorge Sulé, los tomos 14 a 21 de la clásica Historia Argentina de José María Rosa. Es autor de biografías de José María Rosa y de Fermín Chávez, y en abril de 2010 presentó Proceso a los argentinos (1976/1981), dentro de la colección Entre Dos Helicópteros (1976/2001), a la cual pertenece Tras su manto de neblinas (1981/1982). En 2013 editó Te la hago corta. Historia Argentina para leer en el colectivo, en el subte...
Conferencista y responsable de programas de radio y televisión, recibió el premio Arturo Jauretche, por labor educativa, en 1977. Es miembro titular y vocal de la Comisión Directiva del Instituto Nacional e Iberoamericano de Revisionismo Histórico “Manuel Dorrego”. En este ámbito es responsable de la Biblioteca y Centro Documental José María Rosa y de la Cátedra Libre José María Rosa de Historia Nacional.
–¿Cómo se produjo su identificación con el revisionismo histórico?
–Llegué a la Historia por la política. Me interesa el pasado como origen del presente y proyección hacia el futuro. Buscaba en el pasado los orígenes de mis propios tiempos. Por eso no era ni soy objetivo, porque esa búsqueda no garantiza objetividad. No nos es indiferente ese pasado que nos afecta y al que indagamos desde nuestra subjetividad. Esto no significa falsear intencionalmente los resultados de la búsqueda. Engañar con la Historia sería caer en un autoengaño.
Mi identificación con el revisionismo no fue casual. Tampoco el resultado de una tarea de investigación científica en estado puro. Me crié en un ambiente politizado. Mi padre adhería al revisionismo histórico y a la militancia nacionalista. La familia de mi madre tenía profundas raíces en el radicalismo yrigoyenista, el peludismo, como lo llamaban con orgullo. Antes de mi nacimiento participaron de las actividades de Forja, y eran lectores de las publicaciones del Instituto Juan Manuel de Rosas.
–¿Conoció a los maestros del revisionismo?
–Tuve ese privilegio. Especialmente con José María Rosa y Fermín Chávez. También conocí, aunque circunstancialmente, a Jorge Abelardo Ramos, del que se cumplieron hace poco 20 años de su fallecimiento, que fue el 2 de octubre de 1994, y al cual le rendiste como hijo y discipulo un merecido homenaje en la presentación del libro, editado por Víctor Santamaría como secretario de Cultura de la CGT, con sus mejores polémicas el viernes pasado en el hotel Bauen.
Volviendo al Pepe, supe de su existencia a los 11 o 12 años. En mi casa era Pepe, aunque no tenían trato personal con él. No era muy conocido. En cierto modo, los rosistas –y los nacionalistas– eran algo parecido a una secta, aun dentro del peronismo. Pero para los míos, Rosa era como de la familia. En ese tiempo leí Nos los representantes, donde descubrí que un libro de Historia podía ser tan apasionante como las novelas de aventuras que leía habitualmente. Siempre que surgieran de la pluma de un Pepe Rosa.
En 1956 o 1957 empecé a leer en la revista Mayoría a Pepe, que publicaba desde el exilio adelantos de su obra maestra: La caída de Rosas. La misma revista publicó más adelante La verdadera historia de la Guerra del Paraguay, origen de otro de sus libros. En 1959 lo conocí personalmente en un curso de Historia Argentina en el Instituto Rosas. Escucharlo era como una ceremonia religiosa. Yo tenía un profesor de Instrucción Cívica muy conservador, antirrosista y democrático a la curiosa manera de esos años. Su amplitud liberal lo llevó a decirnos que estaba dispuesto a respetar el pensamiento de cualquiera. Hasta de quien fuera comunista. Tras una pausa, como si estuviera por pronunciar una palabrota, agregó: “O peronista”. Era lo usual, en esos tiempos. Mucho más doloroso me resultó que pusiera en duda la honestidad intelectual de mis ídolos. “Yo soy amigo –nos dijo– de Pepe Rosa. Se muestra rosista por esnobismo.” Si hubiera dicho que era ladrón y asesino me hubiera ofendido menos. Naturalmente, no le creí. Y seguí asistiendo a la misa que el maestro celebraba.
–¿Usted colaboró con la obra de José María Rosa?
–El grupo político que integrábamos en los ’70 tenía excelentes relaciones con Alfredo Carballeda, gerente de
Editorial Oriente. Alfredo, que confiaba más que nosotros en nuestro saber histórico, nos había propuesto redactar una adaptación de la Historia Argentina de José María Rosa para el secundario. Como estábamos absorbidos por la vorágine política, no le hicimos caso. Luego del 24 de marzo, nos volvió a llamar. La mayoría de nosotros estaba sin trabajo, y naturalmente esta vez recibimos el ofrecimiento con los brazos abiertos. Así aportamos materiales para los tomos 9 y 10 de la Historia.
Pepe no había sido consultado por la editorial, por lo que no era la mejor manera de iniciar una relación. Sin embargo, nos invitó a visitarlo en su casa de la calle Maipú, donde nos hizo sentir muy bien. Escuchamos infinidad de anécdotas, que repetíamos en todas partes con el orgullo de que nos las había contado el maestro. Por fin, corrigió nuestros textos y los dos tomos se publicaron. Ahí se inició una relación amistosa que nos honraría y nos alegraría hasta los últimos días de su vida.
–¿Conoció a hombres de Forja?
–Por mis ancestros peludistas “conocía” de palabra a Jauretche y Scalabrini y me formé en su devoción. Con el autor de Política Británica inicié una costumbre que puede suponerse necrológica: acompañé a mis padres a la Recoleta para su entierro. En mayo de 1974 estuve en el de Jauretche. Dos meses después estuve en la Plaza de los Dos Congresos para el velorio de Perón (había visto desde un piso alto de Avenida de Mayo el cortejo de Evita), y no falté al regreso de Juan Manuel y al entierro de Pepe Rosa. Y algo tuve que ver en la despedida –en Buenos Aires y en El Pueblito– de Fermín.
Con Don Arturo estuve una sola vez, que duró horas y que me empachó de Jauretche, en noviembre de 1972. Siempre recordaré que me dijo que Perón “desconfía de mí porque supone que soy ambicioso. Y ¿qué puedo ambicionar? ¿Ser presidente? No tengo las fuerzas que hacen falta. ¿Ser ministro o senador?: con ser Jauretche, soy más que eso”. Y no exageraba. Conocí a Darío Alessandro, ex juventud forjista, que seguía definiéndose como juventud peronista en 1983. Y que un año antes nos había convocado a treinta o cuarenta locos a reponer el nombre de Scalabrini Ortiz en la esquina de Canning y Santa Fe, durante la guerra del Atlántico Sur.
–¿Tuvo militancia gremial?
–Durante la dictadura de Onganía integré la conducción del sindicato de la Dirección Impositiva. Tras el golpe yo no estaba en el gremio cuando se llevaron presos a mis compañeros secretario general, adjunto y administrativo. Yo era vocal y no me buscaron en mi casa.
Integré la Asamblea constitutiva de Cetera en septiembre de 1973. Mi representatividad era más que cuestionable, pero podemos decir que eso pasaba con la mitad de los asistentes. El gremio nacional docente, que más adelante se acercaría al movimiento nacional, nació dos semanas antes de que Perón ganara su tercera presidencia. Y –¡oh curiosidad!– realizó la primera huelga nacional contra su gobierno. Huelga que se diluyó después de la convocatoria del 12 de junio a la Plaza.
La alianza liberal-PC que lo promovía, proponía que el nuevo gremio adhiriera “en el momento oportuno” a la entidad general de trabajadores (sólo existía la CGT) que “considerara conveniente”. El segundo bloque –izquierdas varias, más o menos revolucionarias– corrigió la propuesta: “Cuando pareciera oportuno… a la CGT”. Me tocó proponer, por la minoría de las minorías, la adhesión inmediata a la CGT. Desarrollé una importante fundamentación, pero nunca en mi vida sentí físicamente tanta presión. No había amenazas –aunque corrían tiempos de violencia superlativa–, pero tal peso tenía la casi totalidad de los delegados que me aconsejaban retirar la moción que llegué a dudar si no estaría loco. Pero me mantuve en mis trece. Naturalmente, perdí, número más, número menos, 500 a 16.
Me desplomé en mi butaca. La misión –aunque derrotada– estaba cumplida. Me llené de orgullo cuando se me acercó una joven periodista para felicitarme. Juro que compré los tres números siguientes de Voz Proletaria, pero la Cuarta Internacional Posadista no dedicó una línea a mi brillante exposición.
–¿Cómo lo conoció a Fermín Chávez?
–Lo conocí el 20 de noviembre de 1973, cuando pronunció una conferencia a la que lo habíamos invitado sin que nos conociera y a la que asistió con su generosidad de siempre. Fui amigo del último Fermín, del Fermín viejo. Después de ese primer encuentro, lo vi poco. Sería en plena tiranía criminal cuando empecé a participar de una actividad político-intelectual ferminiana: el periódico semiclandestino Pueblo Entero.
Hecho a mimeógrafo y en condiciones precarias tanto para la confección como para la distribución, no le faltaba jerarquía en el nivel de sus plumas. Guglielmino, Ponferrada, Castiñeira de Dios, el mismo Chávez toleraban con generosidad la presencia de quienes nos atrevíamos, casi sin antecedentes, a publicar algún artículo. Eso sí, a la hora de la distribución éramos los jóvenes los que colaborábamos directamente con Fermín haciéndolo llegar, a mano, a los barrios más recónditos y en un clima de conspiración tal vez exagerado. Aunque es cierto que después de publicado el primer número, los compañeros Azerrat y Cantoni fueron expulsados del sistema educativo –se les prohibió el ejercicio de la docencia–, lo que era para pensar que en algo molestábamos. Luego de 1983 lo traté más seguido.
–¿Entonces usted no puede considerarse discípulo de Fermín?
–No tuve por Fermín la admiración casi estudiantil que tenía por Pepe Rosa. La relación fue, guardando las distancias de su profundo conocimiento, más horizontal. Una de las primeras diferencias las tuve cuando Alfonsín convocó al plebiscito para aprobar el acuerdo por el canal Beagle. Yo pensaba en ese momento que había que oponerse. Pepe y Fermín opinaban que había que firmar “¡ya mismo!” Rosa, además, había publicado un breve opúsculo de defensa del acuerdo.
Por esos días lo visité, con poco sentido de la oportunidad, para invitarlo a una actividad que no tenía nada que ver con el plebiscito. Pese a que yo no quería tocar el tema, era imposible que la conversación no derivara hacia la cuestión del momento. Cuando entramos en el tema inexorable, tuve la pretensión de discutir. Era imposible. No había equivalencias deportivas entre los interlocutores, y pese a que don Pepe generalmente me escuchaba con atención, no estaba dispuesto a hacerlo en este caso. Para él, la cuestión estaba artificialmente agitada por los militares a quienes había llegado a detestar en los años del proceso y no habría argumentos que lo hicieran dudar. Con más razón cuando yo no tenía el mejor ánimo para discutir con él, y cuando contaba con el recurso de su sordera para no oír lo que no quería.
Después de un largo rato, pudimos salir del tema. Sobre el final de la visita, le hice un pedido. A pesar de que tenía en mi biblioteca todos sus libros, en ninguno de ellos tenía una dedicatoria personal. Tal vez la conciencia de sus muchos años y de que poco faltaba para que nos dejara definitivamente me llevó a señalárselo y a decirle hasta qué punto lo consideraba mi maestro. La dedicatoria no pudo ser más emotiva: “Al amigo Enrique Manson, que se considera mi alumno, y me honra con serlo”. Claro que el título del libro en que la escribió era El problema del Beagle.
–¿Cómo se inició la continuación de la Historia Argentina, luego de la muerte de José María Rosa?
–A principios de los ’90, Fermín estaba indignado con la traición de Carlos Menem al peronismo. Sólo su sentido del humor lo compensaba en parte, como cuando creó la Agrupación Peronista Juan de Austria, porque este príncipe español había peleado contra los turcos en Lepanto. Además, Tona, su primera mujer, se había muerto tras una agonía dolorosa y prolongada. En ese momento Editorial Oriente lo convocó para continuar la Historia Argentina de José María Rosa. Pepe se había muerto el 2 de julio de 1991 y su obra había quedado en el momento del triunfo de Perón. ¿Quién mejor que Fermín para continuarla? Sin embargo, no se sentía con fuerzas para hacerse cargo de la tarea, y propuso buscar un grupo de colaboradores. Resultamos Jorge Sulé, Juan Carlos Cantoni y yo.
El día de la firma del contrato, lo festejamos con un asado en una parrilla de la zona. Una vez más, Perón –ahora desde la Historia– nos daba de comer. El trabajo fue arduo y prolongado. No fue exactamente una tarea de equipo, y comprobamos que, como pasaba con Rosa, Fermín estaba acostumbrado a trabajar sólo. Por eso, nos repartimos los temas y no fueron las reuniones de trabajo y de puesta en común las más frecuentes.
Tuve a mi cargo el período de la Libertadura y el gobierno de Frondizi. Más adelante trabajé sobre todo en el período más reciente, desde el retorno de Perón hasta la caída de Isabel en 1976. El proyecto había sido escribir tres nuevos tomos, pero sobre la marcha, la editorial consideró más conveniente que fueran cuatro.
–¿Aquí terminó la obra?
–Sin que hubiese ningún compromiso formal quedó la idea de continuar con los períodos que siguieron. Yo le había tomado el gusto y decidí no abandonar. Sin embargo, el entusiasmo de la editorial fue adormeciéndose. Fue al comenzar el siglo cuando renació el interés de Oriente. Afortunadamente, tenía bastante material elaborado. Para esta etapa, la editorial quería que nos hiciéramos cargo solamente Fermín y yo, lo que en realidad era dejarme casi toda la tarea porque Fermín estaba bastante viejito y desganado. Por eso su participación se limitó a una serie de textos ya escritos y publicados, de gran interés sin duda, que se intercalaron en la crónica.
Me pareció de utilidad para meterme en un tema tan reciente, la elaboración de estudios introductorios sobre el marco internacional de fines del siglo XX, la realidad y la distorsión de conceptos como nacionalismo, fascismo, militarismo en la historia argentina, la economía y sociedad posterior a 1955 y la aparición de la juventud como protagonista del período de guerra social que caracterizó a la Argentina de esos años. A medida que avanzaba en el desarrollo, este último tema se fue comiendo la mayor parte del primer tomo. En los tomos siguientes -que nuevamente iban a ser tres y terminaron siendo cuatro (18 a 21), desarrollé los tiempos de la tiranía criminal, la guerra del Atlántico Sur y una visión esquemática de la etapa constitucional hasta 2001.
–¿Cómo fue su trabajo en la cátedra universitaria con Chávez?
–La facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora convocó a Fermín Chávez para dictar una cátedra de Historia Argentina. Era un intento de romper la monolítica estructura de la historia oficial. Poner a Fermín al frente de una cátedra era una jugada audaz. No tenía título universitario y a los ojos de alguno de los académicos seguidores de Halperin o Romero era más un folklorista que un historiador, como se llegó a decir en una cátedra de la UBA.
Logramos armar una cátedra de excelencia en lo académico y de muy ajustado funcionamiento en lo organizativo, con un buen equipo de ayudantes y jefes de trabajos prácticos que complementaban las clases teóricas a cargo de Juan Carlos Cantoni y yo. Fermín, el historiador no académico, desarrollaba una clase magistral mensual, con asistencia libre para estudiantes de las distintas carreras de la facultad y para interesados diversos. De esta experiencia surgió mi libro Argentina en el Mundo del Siglo XX.
–¿Es verdad que acompañó a Fermín hasta después de muerto?
–A Fermín lo mató la muerte de su hijo Ricardo. Desde ese terrible accidente empezó su cuenta regresiva. Por entonces solíamos almorzar con él y algunos compañeros en un boliche a dos cuadras de su casa. Un fin de semana se descompuso y, según lo que nos decían los médicos, se dejó morir.
Lo velamos en el salón Juan Perón, ¿dónde, si no?, de la Legislatura porteña. Un tiempo después pudimos llevarlo a su Pueblito natal. El último día demostró como despedida su espíritu matrero. Por un malentendido con el chofer del furgón que llevaba su ataúd, estuvo desaparecido un par de horas en Nogoyá. Ya recuperado, pudimos enterrarlo junto a su capilla de Nuestra señora del Rosario, donde, como dijo un criollo de poncho blanco: “Ahora podrá siestear a la sombra de una tipa.”
–¿Cuáles son sus actividades actuales?
–Ya jubilado de la actividad docente regular hace unos años, estoy dedicado a la divulgación de la versión nacional y popular de nuestra historia, en buena medida desde el Instituto Nacional Manuel Dorrego. Si digo que hace unos años acepto ser llamado historiador es porque estoy desarrollando una producción intelectual que en otros tiempos no podía. Esta se centra en mis trabajos de investigación y publicaciones sobre la Argentina reciente y en el Centro Documental José María Rosa del Dorrego, donde procuramos el rescate y la difusión de la obra de nuestros maestros del revisionismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario