En
las primeras horas del 24 de marzo, Isabel Perón, Julio González, su
secretario privado, un edecán y el jefe de la custodia presidencial
subieron al helicóptero que debía llevarlos de regreso a la quinta de
Olivos. La presidente regresaba con la relativa tranquilidad que le
había trasmitido el ministro de Defensa, José Deheza, a quien el
comandante Videla había solicitado una reunión con los generales para
las 12 de esa mañana. Si había golpe, no sería al día siguiente.
Sin
embargo el helicóptero no se dirigió a la quinta presidencial. Al
aterrizar en el Aeroparque de Buenos Aires, el jefe de la base de la
Fuerza Aérea informó a la mandataria que el aparato tenía fallas
mecánicas y que mientras la convidaban con un café, llegaría un nuevo
vehículo para trasladarla. Una vez en su oficina, el comandante le
comunicó que el viaje no se reanudaría pues había sido derrocada por las
Fuerzas Armadas. Se puede suponer que el ofrecimiento de café tampoco
era verdadero.
Se iniciaba el Proceso de Reorganización Nacional.
LA GRIETA
Recientemente,
un periodista conocido por su audacia y su ingenio, que militara alguna
vez en el campo definido como progresista y que hoy, tras su paso por
las tablas del teatro de revistas se destaca en el novedoso arte del
stand up, comentaba con dolor que nuestro país se encuentra dividido por
una grieta que lo quiebra en su unidad. Desde luego, que esa dolorosa
desunión no es casual. Sería –siguiendo el estilo potencial del Gran
Diario Argentino que tan genialmente satiriza Javier Romero- provocada
por la crispación de los partidarios del entonces gobierno nacional...
No
ha sido el bufo de radio Mitre el primero en atribuir a la militancia
de los sectores populares el odio político. Años atrás Félix Luna
afirmaba que en la década de 1940 -y con Perón- se había terminado el
fair play entre los políticos argentinos. “Las formas adoptadas, tanto
por el gobierno como por sus opositores para juzgarse mutuamente, para
controlarse, para medirse, tuvieron proporciones excesivas, y dieron
lugar a verdaderas ordalías contemporáneas. Este fenómeno, desconocido
hasta ese momento, fue uno de los elementos más característicos de la
época peronista.”
Parece abusivo caracterizar a esta etapa por
ello. En los años de continuidad constitucional que corrieron entre
Pavón y el 6 de septiembre de 1930 estallaron las revoluciones mitristas
de 1874 y 1893, la cívica del 90, las radicales del 93 y de 1905, sin
olvidar la guerra civil de 1880. Todo esto en un marco de elecciones con
fraude y matonaje. La década siguiente, con sus urnas cambiadas y su
“sufragio de difuntos”, tuvo también las revoluciones de Pomar, Cattaneo
y Bosch, en las que no se tiraba con balas de fogueo. El presidente
Justo no era amado por el pueblo radical, que añoraba a Don Hipólito, y
los partidos de la Concordancia tampoco creían merecedor de respeto a un
radicalismo al que era “patriótico” trampear.
La grieta tiene,
por lo menos, 200 años de antigüedad, pero nunca es trató de un
enfrentamiento deportivo: los contendientes fueron –y son- el pueblo y
la oligarquía, y durante los dos siglos se derramó sangre, y mucha.
En
1828 los doctores unitarios le llenaron la cabeza a Juan Lavalle para
que asesinara a Dorrego, a quien llamaban despectivamente “padrecito de
los pobres”. Sus poetas ironizaban La gente baja ya no domina y a la
cocina se volverá-
Después de Caseros, Urquiza adornó los árboles
de Palermo con los cadáveres del regimiento de Aquino que no habían
querido combatir a su patria bajo la bandera del Imperio esclavista del
Brasil.
Anoticiado del abandono del general federal, Sarmiento
escribió sus conocidos consejos a Mitre: “no trate de economizar sangre
de gauchos. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La
sangre es lo único que tienen de seres humanos.”
El 16 de junio
de 1955, aviones argentinos masacraron a los transeúntes de la Plaza de
Mayo. Ese día, y con la revolución de septiembre, se inició una guerra
civil larvada que se prolongó por décadas. A la tremebunda frase de
Perón: Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de los de
ellos, que no pasó de un exabrupto del león herbívoro, siguieron los
fusilamientos de 1956, las proscripciones, la represión y, por fin la
tiranía criminal de 1976, con sus desapariciones, sus torturas, su robo
de bebés y tantos otros crímenes.
El cuarto de siglo transcurrido
entre marzo de 1976 y diciembre de 2001 constituye un período autónomo
dentro de la Historia Argentina Contemporánea.
Entre el
desplazamiento de Isabel Perón y la caída de Fernando de la Rúa, se
extendió una etapa signada por el deliberado desmantelamiento de la
Argentina industrial que, en el estilo de los Estados de Bienestar,
había permitido desarrollar una sociedad de inclusión, más justa y
socialmente más participativa que cualquiera de las contemporáneas de
América Latina.
EL DIOS BIFRONTE
Jano era
el dios romano de las dos caras, por ser la divinidad de las puertas, de
los principios y de los finales. Se le había consagrado el primer mes
del año, ianiaros –en castellano, enero-, y era el protector de quienes
se proponían mudar el orden establecido.
Los guerreros lo
consideraban uno de los suyos, y lo invocaban al iniciar una campaña,
pero también se le atribuían aptitudes para la economía, y había sido
él, quien inventó el dinero. La transformación que iniciara la dictadura
argentina, tenía como el dios, dos caras: una económica y una militar:
la definitiva liquidación de los restos de la Argentina del Bienestar
peronista y la represión sanguinaria de quienes se
opusieran a sus planes.
Las dos caras de Jano
En
su discurso del 2 de abril, cuando presentó el plan económico de la
dictadura, el ministro Martínez de Hoz anunció claramente que “la
economía argentina” no tenía “ningún mal básico ni irreparable.” La
solución estaba en terminar con los obstáculos que el pernicioso
estatismo establecido en la posguerra había impedido el crecimiento
esperable.
El cambio que se proponía, sin embargo, exigía de
instrumentos políticos excepcionales. No se equivocaba el joven
brillante Guillermo Walter Klein, nuevo secretario de Coordinación
Económica, al señalar que el nuevo sistema económico, que produciría la
reducción de los salarios reales a la mitad, en el término de 10 meses,
era “incompatible con cualquier sistema democrático y solo aplicable si
lo respalda un gobierno de facto.”
El dictador Videla extendió, a
su vez, el certificado de defunción de la vieja Argentina en un
discurso de los inicios del Proceso, cuando afirmó que éste no venía
sólo a derrocar un gobierno, sino a terminar con una Era de nuestra
Historia para iniciar una nueva.
No se equivocaba. El cuarto de
siglo transcurrido entre marzo de 1976 y diciembre de 2001 constituyó un
período autónomo dentro de la Historia Argentina Contemporánea. Sin
duda, diferente de los años que lo precedieron, y también –es nuestra
fundada esperanza- distinto de los que le sigan.
EL PRETEXTO DE LA GUERRILLA
La
utilización de la violencia con fines políticos es, como alguna vez
dijo Perón, vieja como mear en los portones. Entre 1808 y 1814 el pueblo
español derrotó a los ejércitos del Gran Corso y no abandonó la lucha
hasta que los franceses cruzaran definitivamente los Pirineos. Pero no
fue el ejército profesional el que logró el triunfo, sino los
guerrilleros, que combatieron basados en el apoyo de todo un pueblo.
En
la Argentina ya había habido una experiencia de guerra irregular en la
reconquista contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807. San Martín se
valió de la guerra de recursos cuando dejó en manos de Martín Miguel de
Güemes la defensa del Norte, mientras el Ejército de los Andes liberaba
Chile y Perú. Las guerras civiles de las siguientes décadas mezclaron
continuamente tropas veteranas con milicias más o menos irregulares, y
las montoneras siguieron existiendo hasta el momento en que los
remington del Ejército Nacional de Mitre avasallaron a las lanzas del
Chacho Peñaloza y de Felipe Varela.
El chacal de la ESMA
En
el siglo XX la guerrilla se convirtió en la forma habitual de las
luchas de liberación de los pueblos coloniales, aunque fue el caso
cubano el que por su carácter latinoamericano se convirtió en paradigma a
imitar entre los contestatarios del continente. Más adelante, las
guerras de Argelia y Vietnam, influyeron para la instalación del modelo
guerrillero para los que se bautizaron como movimientos de liberación.
Dice
Arnold Kremer (Luis Matini) –ex dirigente del Ejército Revolucionario
del Pueblo- que esta organización armada se nutrió de una generación que
nació en un país que, a partir del golpe de 1955, militarizó la
política en todos sus niveles. “Fuimos hijos de la violencia del Estado
contra la Constitución y contra los partidos políticos.”
DE LA DERROTA MILITAR A LA DEMOCRACIA CONDICIONADA
Al
comprobar que marchaban a una nueva frustración, los militares y sus
socios civiles intentaron valerse de una vieja reivindicación pendiente:
la recuperación de las islas Malvinas. El espejismo de que los más
atroces vende patrias trajeran de vuelta al territorio irredento provocó
una adhesión popular inesperada. Pero los dictadores suponían que el
Reino Unido se iba a resignar a la pérdida y que los Estados Unidos
aprobarían lo actuado. Cuando se comprobó el error de tales
presunciones, la guerra se perdió, y la popularidad se esfumó, lo que
provocó el fin del régimen.
Poco después del triunfo alfonsinista
de 1982, Juan Alemann, que fuera secretario de Hacienda de Martínez de
Hoz, publicó un artículo titulado “De nada, doctor Alfonsín”. Se refería
a la destrucción del proletariado industrial, de tradicional voto
peronista producido por la dictadura. Tampoco existía la voluble
burguesía nacional que había crecido con el mercado interno. El control
lo tenía “el capital concentrado interno –constituido por una facción
del capital extranjero y los grupos económicos locales”, - que trabajaba
con “la explotación de los trabajadores y la subordinación del Estado a
sus intereses
particulares.”1 Como dice Basualdo “… el eje
ordenador de la economía argentina” ya no era “la producción industrial
sino la valorización financiera.” La industria trabajaba para la
exportación antes que para el consumo, lo que la independizaba de los
salarios. La caída de ingresos de los trabajadores no bajaba las ventas.
La dictadura dejó el campo arrasado. De este modo, los gobiernos
constitucionales que la siguieron, se encontraron enormemente
condicionados. Raúl Alfonsín, después de algunas medidas audaces que
incluyeron el juicio a los integrantes de las juntas militares, fue
sometido por la presión combinada de los uniformados y de los grandes
grupos económicos que habían crecido desde 1976.
Carlos Menem, no
tuvo dudas. Se sumó a quienes tenían el poder y tomó a su cargo la
continuación de la política económica del Proceso. Actuó con el fervor
de los conversos, y se convirtió en el niño mimado del Fondo Monetario
Internacional.
El hijo de Martínez de Hoz
En
1999, el hartazgo de la corrupción menemista llevó al gobierno a una
Alianza que ni siquiera cumplió con el compromiso de adecentar las
costumbres políticas. Al poco tiempo se descubrió que el Ejecutivo
coimeaba senadores para obtener las leyes que necesitaba.
A fines
de 2001, la descomposición social llegó a su extremo. Mientras algunos
avisados fugaban sus dólares al exterior, los marginales saqueaban
supermercados y los pequeños ahorristas y empleados en blanco2
reclamaban haciendo sonar sus cacerolas por las calles porteñas. El
presidente Fernando De la Rúa, coherente con su conducta de toda la
vida, se alejó, en helicóptero, de la Casa de Gobierno.
Es que,
como dice Basualdo “… el eje ordenador de la economía argentina” ya no
era “la producción industrial sino la valorización financiera.” La
industria trabajaba para la exportación antes que para el consumo, lo
que la independizaba de los salarios. La caída de ingresos de los
trabajadores no bajaba las ventas.
EL VIENTO DEL SUR
Pero
cuando nuestro país parecía destinado a desaparecer, un inesperado
viento llegó del sur e inició una tan inesperada como milagrosa
recuperación. Después, se reanudó la lucha por integrar la Patria Grande
Latinoamericana, la economía industrial y el mercado interno volvieron a
vivir, y los mayores criminales de nuestra historia son juzgados –como
no lo fueron sus víctimas-, son condenados, sufren cárcel común, y
muchas veces mueren en prisión.
Enrique Manson
Marzo de 2016
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